La Violencia se ha instaurado. Un fantasma recorre todos los puntos del globo para devenir en soberana del espacio vital. Su nombre es el vocablo que subrepticiamente nos permite describirla o apenas enunciarla.
Cuando ella aparece todo se escapa. No es posible definirla, descifrarla, medirla, anunciarla o limitarla. La realidad de ese fenómeno es fugaz. He ahí la razón por la cual todo intento por detenerla ha de fracasar.
La violencia es, en primera instancia, aquella fuerza que funda el derecho o que lo conserva, como afirmaría W. Benjamin. Hay, sin embargo, otra cualidad que la vuelve omnipotente, a saber, su posibilidad de situarse fuera del derecho en el momento mismo de su instauración.
Hemos observado los horrores de su imperio, pero no podemos más que mantenernos en silencio, huir, correr, sentir miedo. ¿Qué es lo que se ve en ese cuerpo colgante?
El organismo ya sin vida, pálido y el mutismo. No hay más. El lenguaje no soporta esa realidad escalofriante, pero tampoco la ley puede contenerla o explicarla. La tipicidad de los delitos es siempre posterior a la violencia y sus efectos colaterales; el resultado de ella no puede ser circunscrito bajo ninguna norma o medición.
Hemos intentado aproximarnos a su naturaleza bajo los efectos de un vino cuyo sabor se encuentra ya podrido: la ciencia, la técnica, la psicología y la estadística. No hemos vuelto la mirada hacia la poesía o la filosofía. Quizá sea en ellas en donde podamos comprenderla.

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