El problema de la libertad ha sido ampliamente discutido por los más célebres filósofos desde la antigüedad. El ser humano se encuentra sujeto a un infinito número de circunstancias que parecen determinarlo sin remedio: su cuerpo propio y la naturaleza intrínseca a él; el espectro de lo social, económico o cultural, etc.
Ahora bien, cometería una falta, si me limitara a hablar de dicha cuestión solo en términos conceptuales prescindiendo de su carácter material efectivo. En ese sentido, habría que considerar que la libertad en cuanto idea ha sufrido las pinceladas del artífice histórico.
La libertad a la que nosotros apelamos es, primordialmente, económica. Como herederos de un largo proceso tecnológico, industrial o de mercado que ha inundado todas las partes de la esfera, no hay un punto en el que esa idea no converja con la radical posibilidad de la mercantilización.
En tal sentido, la búsqueda de ese jardín idílico en cuyos verdes colores se encuentre la paz o la felicidad en el ámbito de la libre decisión ha de constituir el nuevo delirio de nuestro tiempo.
En vano la lucha por la libertad de expresión o de pensamiento, inútil la defensa de la libertad sexual o de movilidad. Cada una de ellas encierra un cierto tipo de ensoñación que se relaciona de manera necesaria con la apropiación de un objeto-mercancía que hace las veces del tótem.
La simple idea de que algo pueda trastocar el orden de esa locura, bastará para poner la vida propia o la de otros en peligro. La ley de todos los países modernizados ha contribuido a vivificar la imagen de ese jardín inexistente. Las pequeñas conquistas que un grupo de sujetos enarbolan no son otra cosa más que la experiencia de la paranoia.
En otros tiempos la humanidad sufrió otro tipo de delirios con otros nombres, causas o efectos; cada pueblo rindió un culto supremo que concentraba todos sus miedos, pesares y silencios.
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