Nuestro tiempo carece de personajes simbólicos. El desarrollo de la técnica y la expansión de la estructura del capital ha reificado la totalidad de los entes existentes. Mientras que dicho proceso de cosificación le atribuye a las cosas un aura que enmarca su fantasía; por otro lado, les arrebata la posibilidad de situarse en niveles espectrales. Nos encontramos así frente a una especie de aporía.
En ese contexto, los individuos no logran ir más allá de las relaciones productivas en las que se inscriben involuntariamente para limitarse a ser sujetos de la producción infinita. Los individuos como las cosas carecen de todo carácter simbólico, incluso aquellos que parecen ser su más alta realización: modelos, vedettes, cantantes, estrellas de rock, pop.
Lo simbólico confluye con lo ideológico; lo ideológico es la maquinación del símbolo para efectos de la mercantilización y de la alienación de la realidad. Si existen personajes que participen del símbolo, apenas pueden ser nombrados o identificados, se encuentran alojados en un camino circular y boscoso.
He ahí el motivo por el cual el filósofo o el poeta, en cuanto sujetos efectivamente vivientes, son los protagonistas de una trama ya caduca. Me refiero al filósofo o al poeta que ha logrado vincular de forma ejemplar su vida con la palabra.
No obstante, se ha pretendido relegarlos al ámbito de las instituciones y la academia. El filósofo no es un académico como tampoco habría de serlo el poeta. Sus voces superan el alboroto universitario y las repeticiones académicas.
Esos personajes han de ser simbólicos, taumaturgos o magos. Por lo tanto, su espacio es frecuentemente el camino de la soledad y la autonomía. El simbolismo de la filosofía se sustenta en que, gracias a ella, el filósofo es una especie de caleidoscopio: multicolor, asequible a cualquier mirada o discurso, absorbente como una esponja y, sobre todo, de palabra y visión sin término.

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