La filosofía siempre ha estado a las afueras de la ciudad. Se ha pretendido argumentar que su lugar por excelencia es la plaza pública, es decir, el espacio abierto en el que cualquiera puede acercarse y aprender.
Esa visión, aunque es correcta en términos históricos, podría no resultar ser la que abarca lo que denomino la esencia de la filosofía, sin dejar de considerar en ella, el ejercicio dialéctico.
Si es verdad que el filósofo habla para todos en la plaza, ¿de qué habla? ¿Cuáles son sus tópicos? ¿La verdad? ¿El alma? ¿La justicia? ¿Dios?
Podemos admitir que dichos temas son innatos al pensamiento humano en cuanto nacen de su propia dinámica, de su propia estructura de pilares infinitos, no obstante, el filósofo habla desde algún lugar externo a esa simple preocupación natural de la razón.
Cuando el personaje en cuestión toma la palabra, se compromete a no decir lo mismo, a no abandonar su propia inquietud, su palabra es forastera por tratar de hacer de ella el arma para desmontar lo que los otros piensan.
Esto último constituye su actitud, su posibilidad de ser. He ahí el porqué el filósofo se sitúa en el abismo. Si está en la plaza, cruzará las fronteras para poder pensar; si toma la palabra, se va a comprometer a hacer de ella su estandarte.
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