Veo una luz que se difumina en pequeños arcoiris entre las gotas de la lluvia nocturna. Sé que es momento de abrir los ojos y comenzar a caminar por el sendero o las bifurcaciones infinitas de este abismo en que se encuentra mi cuerpo tiritante.
Cuerpo palpitante, caminante, rozagante, abundante, ante las horas que pasaron ya, desde un no sé cuándo ni cómo ni por qué. Mi memoria se erosionó con el paso de los ríos de tiempo y he bebido desde entonces de los manantiales del olvido.
La tierra se ilumina con los pétalos de una flor que le robó violentamente sus rayos al sol en el momento primigenio y, a lo lejos, la misma luz de pocas horas, de miles de años y el silencio.
Y a cada paso un recuerdo: el ser que amé, el sabor del llanto, la tez de arena, un sueño loco, el aroma del vino, del tequila, del café y el sonido de tambores, trompetas y un festín que me espera en el camposanto.
Sobre un altar está mi rostro, un reloj, los anillos de plata, un libro profano, el armazón de la última vez que vi la noche y las esquirlas de lo que alguna vez fueron mis huesos y mis ojos y mi boca y mi pensamiento.
Aquí estoy, soy todas esas cosas y el incienso.

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