En los días recientes se ha podido ver en los medios internacionales imágenes de los desplazados por el conflicto entre Ucrania y Rusia. Miles de personas han tenido que abandonar intempestivamente sus hogares para intentar estar a salvo de la muerte.
Pero también en las últimas horas hemos podido ver cómo, aún en medio de la guerra, el trato que se otorga a desplazados europeos y a aquellos que no han nacido en ese contiente, es distinto. Los criterios para justificar cómo actuar con unos y con otros parecen ser meramente jurídico-políticos, o incluso burocráticos.

Se ha escuchado en varios medios audio visuales cómo residentes de países europeos se asombran de que sean ucranianos, personas blancas, rubios y con ojos de color, quienes estén padeciendo semejante situación. ¿Por qué enfatizar sobre las características físicas? ¿Por qué aducir el lugar de origen de los nuevos refugiados y para qué?
Recuerdo ahora el libro Lecciones de filosofía de la historia de Hegel en el cual se sostiene que el espíritu, la razón en su más alto esplendor, se ha instalado en Europa. Tal vez mucho antes de que el filósofo escribiera algo parecido a eso, los habitantes de ese continente ya habían forjado su visión del amo en lo hondo de su desarrollo. Está por demás agregar que incluso es problemático apelar al filósofo alemán porque su obra está plagada de supuestos unilaterales en torno a la idea del progreso.
Se suele pensar que el racismo y asuntos de ese estilo han nacido tras la aparición de la sociedad moderna, más habría que rastrear cómo es que se concibieron a sí mismos los pueblos europeos desde siglos anteriores y cuáles fueron sus formas de cohesión. Por otro lado, parece ser que en cada caso dicho fenómeno presenta sus propias aristas, así en Europa con Asia o Medio Oriente, así también en América con los pueblos originarios. Algo hay de común en todo ello, a saber, que el racismo de hoy, en la era post globalizada, es el eco de una enunciación parmenídea: el ser es uno.

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