Lo último que recuerdo antes de haber perdido la conciencia, si es que podemos llamarlo así, es mi respuesta a la pregunta del anestesiólogo sobre cuántos años tenía: “treinta y tres”. Después de eso no supe más.
Antes de la cirugía creía que quienes eran objeto de la anestesia general y pasaban por ella, tenían algún tipo de pensamiento, algún tipo de sueño, de delirio o imaginación y que algo de ello se prolongaba hasta que los pacientes volvían a abrir los ojos.
En mi caso no ha sido así. Mi experiencia -vista en retrospectiva- de la anestesia general me ha remitido a la noción del no-ser y a la imposibilidad de pensarlo. El pensamiento se ha suspendido por completo durante todo ese proceso.
Todas y cada una de las ideas y creencias que mantenían a flote mi subjetividad se han visto suspendidas de golpe y aquello que Descartes concebía como la sustancia pensante (el alma) y que le otorga consistencia a lo que somos dejó de operar.

Siguiendo este hilo de ideas, no le sería posible al yo, al pensamiento o al alma salirse de su consistencia material y trascender a otro plano de realidad supra terrenal manteniendo activos de algún modo sus procesos de reflexión, como se ha sostenido en algunas tradiciones filosóficas y religiosas.
Puesto que lo anterior es así, la posibilidad de pensar más allá de la relación con la corporalidad es nula. En ese sentido, me atrevería a decir que no existe nada después de ese apagón de la conciencia, del pensamiento. De ahí que el paraíso y las zonas del descanso eterno de las conciencias humanas solo tengan lugar como supuestos en el ámbito religioso.
Ante este escenario me he quedado atónito, he creído incluso sentir una especie de espasmo. Después de la muerte no hay nada. Sin embargo, dicha revelación me ha llevado directamente a otra noción reveladora: el credum quia absurdum est de uno de los padres de la iglesia y de lo cual escribiré en otra entrada posterior.
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