Cuando leí por primera vez la frase de Tertuliano, el teólogo cristiano del siglo II, que giraba en torno a lo absurdo de creer en un dios, no me sentía con la capacidad de entenderla a cabalidad. Me parecía un contrasentido, una especie de aporia o paradoja.
Muchas veces intenté descifrar el sentido y muchas otras intentaba encontrar en la historia de la filosofía alguna exposición más amplia sobre esa sentencia tan enigmática. Sin embargo, lo que encontré era muy poco profundo y decidí dejar el asunto de lado.
Fue hasta hace algunas pocas semanas, después de la cirugía que tuve, que como en una especie de epifanía, lo dicho por Tertuliano -Credo quia absurdum est.– adquirió significado.
Después de haber despertado de la anestesia me he convencido de que no podemos afirmar racionalmente que existe algo más allá de la muerte. Ya en otra entrada he escrito que ese periodo bajo el influjo de los medicamentos es un apagón completo de la conciencia y que no hay manera de sostener un más allá de la misma.

No obstante, es justamente en ese terreno de lo imposible que se sitúa el planteamiento de Tertuliano sobre la fe y el espacio más fructífero para ella. Puesto que no podemos afirmar al margen de la razón que hay algo por encima de la ciudad terrena, es pertinente abrirle la puerta a lo que sobrepasa nuestra comprensión de lo que existe.
En ese sentido, lo que exige el enunciado del teólogo es una concesión, es decir, la aceptación incuestionable y premeditada de que algo hay más allá de la muerte, de que existe una ciudad divina después de que la conciencia se apaga.
Creo porque es absurdo: es la sentencia que resume la contraposición irresoluble de dos planos, el de la razón y el de la fe. De ahí que el mismo Tertuliano no admitiera la injerencia de la filosofía en los asuntos teológicos porque consideraba que aquella era innecesaria.
Siguiendo ese hilo de ideas hoy podría decir con toda certidumbre que no hay nada más allá de la muerte, pero con la misma certeza acepto que algo sobrepasa mis capacidades intelectuales y por eso creo en ello. La fe vive gracias a esa contradicción.
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