Si alguna vez se pensó desde la filosofía de la historia en el avance progresivo de la humanidad hacia lo mejor como un proyecto posible, eso no quedó más que en un planteamiento utópico que con el paso de los siglos ha dado muestra de su constante fracaso.
Existen quizás solo algunos puntos del globo terráqueo en los cuales las sociedades han logrado establecer un estado de paz, seguridad y libertad. Si es posible contar diez o quince de todos los puntos existentes, es demasiado. Las sociedades occidentales y no occidentales en su conjunto no han podido dar el gran salto hacia el auténtico progreso.
Las célebres utopías del Renacimiento parecen hoy tan lejanas en el tiempo y tan inalcanzables en el mundo inhabitable actual que podríamos atrevernos a decir que gran parte del espacio social es una atopía. No solo un no-lugar, sino la ausencia total del mismo. Un punto inhabitable a razón de la inseguridad, la vulnerabilidad y el miedo.

Al margen de ese contexto, podemos decir que nos encontramos en un estado de excepción, es decir, en una condición socio-jurídica que incentiva la puesta en duda de los valores más elementales de lo humano. Hobbes creía que este estado era un estado de guerra, un estado de naturaleza de todos contra todos en el que nadie estaba seguro.
Las condiciones actuales dan cuenta de cómo a pesar de que las sociedades se configuraron bajo los límites del derecho y la moral crisitana en Occidente, no hay ya estructuras que contengan la conducta humana y, que por otro lado, lo que prevalece es la condición de vulnerabilidad y miedo.
No solo es la ausencia de tales estructuras las que propician conductas siniestras, sino la creación de modelos jurídico morales que se codificaron a la medida del los ideales del yo en el capitalismo, dentro del cual la satisfacción del deseo es el imperativo central.
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