Slavoj Žižek no es solo un filósofo. Es, en muchos sentidos, un fenómeno cultural. Cuando uno lo ve hablar por primera vez, la reacción suele ser de desconcierto: gesticula sin parar, interrumpe sus propias frases, se toca la nariz constantemente y habla con un acento tan marcado como su estilo. Pero detrás de ese torbellino verbal hay una de las mentes más incisivas de nuestro tiempo, un pensador que mezcla Marx con Coca-Cola, Lacan con The Matrix y Hegel con obscenidades, sin perder la profundidad ni el filo crítico.
Žižek nació el 21 de marzo de 1949 en Liubliana, capital de la actual Eslovenia, cuando todavía formaba parte de la Yugoslavia comunista. Creció bajo el régimen socialista, lo cual no impidió que desarrollara un pensamiento tan crítico del sistema que terminó siendo marginado por los suyos. Durante un tiempo trabajó como redactor para la televisión estatal, hasta que lo despidieron por considerarlo ideológicamente inaceptable. Lo paradójico es que años después, cuando se presentó como candidato a la presidencia eslovena en 1990, fue acusado de ser «demasiado comunista». Esta tensión entre lo que es y lo que no termina de ser, entre el dentro y el fuera de cada ideología, define buena parte de su obra.
Uno de los hechos más curiosos sobre Žižek es que escribió dos tesis doctorales sobre el mismo tema. La primera la defendió en Liubliana, pero al no ser bien recibido en los círculos filosóficos de París, decidió rehacerla desde cero en la École des Hautes Études, bajo la supervisión de Jacques-Alain Miller, el yerno de Jacques Lacan. El resultado fue El sublime objeto de la ideología, publicado en 1989, que lo catapultó a la fama internacional y lo posicionó como una de las voces más originales del pensamiento contemporáneo.
A pesar de ser una figura reconocida en todo el mundo, Žižek lleva una vida sorprendentemente austera. Vive en un departamento pequeño en Liubliana, casi sin muebles, y confiesa que apenas lee los libros completos. Prefiere hojear, buscar ideas brillantes y pasar al siguiente. “No necesitas leer todo Hegel”, dice, “sólo necesitas saber cómo moverte dentro de Hegel”. Su biblioteca es inmensa, pero es como un campo de batalla donde cada libro es una trinchera más en la guerra contra la estupidez.
Para Žižek, el amor no es armonía, sino catástrofe. Enamorarse, dice, es un acto radical: elegir arbitrariamente a una persona entre millones, interrumpiendo el universo. El amor es una herida en la estructura simbólica del mundo. Esta visión, tan poco romántica y tan profundamente filosófica, es un ejemplo perfecto de su estilo: toma conceptos cotidianos y los desmantela hasta mostrar sus mecanismos ocultos.
A pesar de su austeridad personal, Žižek es un fanático del cine comercial. Le encantan las películas de acción, los thrillers de ciencia ficción, los blockbusters de Hollywood. Pero no por entretenimiento: para él, ahí se esconden las verdaderas ideologías de nuestra época. Puede explicar la noción lacaniana de “lo real” con escenas de Titanic, o comparar el totalitarismo en Star Wars y El Señor de los Anillos. Para Žižek, la cultura pop no es una distracción, sino el lugar donde se manifiestan nuestras creencias más profundas.
Una de las cosas que más lo caracteriza es su actitud ante la corrección política. Aunque es un pensador de izquierda, se muestra ferozmente crítico del progresismo superficial. En su opinión, muchas veces el lenguaje inclusivo, los rituales de respeto o la obsesión por lo “políticamente correcto” no hacen más que esconder las verdaderas estructuras de poder. “Hoy podemos elegir nuestro género, pero no si queremos vivir bajo el capitalismo o no”, ha dicho con su habitual ironía.

Intentar clasificar a Žižek es una tarea inútil. Es lacaniano, pero no del todo. Es marxista, aunque detesta el socialismo burocrático. Es hegeliano, pero se burla de quienes toman a Hegel como un dogma. En realidad, su pensamiento es una especie de remix constante: se mueve por asociaciones inesperadas, saltos conceptuales, giros bruscos. Leer a Žižek es como subirse a una montaña rusa sin saber cuándo viene la próxima vuelta. A veces es brillante, otras desconcertante, pero siempre provocador.
Muchas personas lo imitan o se burlan de sus tics: su acento, sus gestos, su forma desordenada de hablar. Él mismo juega con eso. En una ocasión, empezó una conferencia diciendo: “No soy un filósofo profundo, solo un payaso que da vueltas alrededor de temas serios”. Pero en su aparente caos hay método, y en su humor, un fondo de tragedia. Porque Žižek no intenta tranquilizar al lector. No ofrece soluciones fáciles ni teorías reconfortantes. Al contrario: su tarea es incomodar, revelar la oscuridad detrás de lo evidente, mostrar que incluso nuestras ideas más progresistas pueden tener raíces siniestras.
Y quizás por eso sigue siendo tan influyente. En una época en la que muchas voces se limitan a repetir consignas o adoptar posturas cómodas, Žižek aparece como una anomalía: un pensador que no teme contradecirse, que se burla de sí mismo y que desafía constantemente a su público. Es, sin lugar a dudas, un filósofo necesario. No porque tenga las respuestas, sino porque sabe cómo hacer las preguntas que realmente importan.
Así es Žižek: un caos articulado, un bufón filosófico, un pensador incómodo. Y, tal vez, la voz que necesitábamos para entender que el mundo está mucho más loco de lo que creemos.
Descubre más desde Diógenes Laercio | Filosofía
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.