Hasta hace pocos años la filosofía no había dejado de ser más que un asunto que se trataba entre hombres. Siempre fueron ellos quienes tomaron la palabra; quienes, como si el pensamiento fuera suyo, hicieron de él su monumento sin reparar en que, en muchas enunciaciones, se hacía de la naturaleza del concepto una determinación de la realidad que no abarcaba a la totalidad de lo humano.
Ese espacio vacío no sólo incurría en el error de considerar que la universalidad tenía cuerpo de varón y que cada uno de sus atributos eran dignos de una superioridad natural. Como si la realidad humana fuera idéntica al orden existente en la naturaleza, se asumió que la diferencia entre el hombre y la mujer era innata, objetiva y efectiva.
A pesar de ello, podemos decir con toda certeza que esa identificación es falsa y que, por lo tanto, el ordenamiento de lo humano es parte de sus propias dinámicas a nivel de lo social. No podemos negar que en todos los niveles de lo humano la mujer fue el ente de la diferencia, el símbolo del concepto vacío que aterrorizó la aparente normalidad de quienes habían definido y delimitado la estrutura de lo existente.
La mujer situada en la zona gris de la historia estudió, investigó, resistió, se construyó siempre a la sombra de un orden falso, pero efectivo, es decir, legal-social-político-cultural, bajo el que todo intento por poner en duda las determinaciones fue comprendido como la amenaza por excelencia.
En ese sentido, si hemos de decir que la filosofía es el sinónimo de la libertad, e incluso hemos de poner casi en la gloria a hombres que la ejercieron. ¿Por qué seguimos reproduciendo esa estrutura que sabemos es falsa? La relación de la mujer con la filosofía se remonta a momentos que podrían haber pedido su eco, sin embargo, tenemos en el registro de la historia a mujeres que no sólo son el símbolo de la libertad por haber hecho del pensar su más elevado compromiso en las aguas más peligrosas, son también el ícono de la resistencia.

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