Clemente Vera
Unas hojas sobre el suelo polvoriento, bajo el último de los libros apilados resguardaban el nombre de Jh, Jo y Jho. En ellas podía leerse un sin número de confesiones casi azarosas, traídas a cuenta por el camino sinuoso de la palabra y el deseo.
Entre tantas y tantas páginas desordenadas se había descrito el momento exacto en el que el ambiente de un cuarto de fachada con apariencia antigua, como de los mil novecientos y tantos, se avivó. Al interior, un sillón evocaba los años sesenta con su música y su afán de cambio; frente a él un espejo de marco dorado en donde cabía perfectamente el cuerpo de Alicia, el conejo y demás extrañas circunstancias.
Muéstrame tu brazo.
Y
Unos brazos largos, larguísimos, extensos y desérticos se abrían a todo lo ancho de esa atmósfera vintage; unos ojos se incrustaban -como cristales rotos lanzados al azar- sobre la carne; unas manos se rozaban sobre la piel bajo el simulacro de un deseo.
¿En dónde sería? ¿Aquí o aquí?
Y
Pero no solo los brazos, también las piernas, los muslos, los huesos, la espalda, los labios y la nariz. Era el imperio de la piel sobre las cosas; la piel extendía su dominio hasta sobre el viento mismo y el silencio. Todo estaba sometido a su poder.
De repente, una máquina hizo la función de sello, de pluma cartográfica, de súbdita de lo inasible. Una punta trazaba las líneas hasta la muerte sin fin y la tinta recorría todos los perímetros, los del cuerpo y los del cuarto, mientras sonaba Fluorescent Adolescent.
Va quedando bien, ¿no?
Y
La piel era todas las cosas.

Descubre más desde Diógenes Laercio | Filosofía
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
Me gusta mucho tu blog.
Eres increíble, amigo. .
Me gustaLe gusta a 1 persona